El acuerdo de voluntades que da origen a una relación contractual, ha dicho la jurisprudencia[1], no suele concretarse de un momento a otro. Sino que es la culminación de un itinerario que comienza cuando alguien sugiere o propone a otro la celebración del contrato. Proposición a partir de la cual se discuten y consideran las diversas exigencias de las partes: las obligaciones eventuales a que daría lugar el contrato a cargo de cada una de ellas y, en fin, los distintos aspectos del negocio en ciernes de celebración.
Los tratos preliminares
Esas tratativas previas es lo que se denomina tratos preliminares. Por virtud de los cuales las partes se ponen en un estado estado precontractual. Al cual pertenece la institución jurídica de la oferta proyecto de negocio jurídico presentado con el fin de que celebrar un contrato definitivo. El ofertado puede ser una persona determinada o indeterminada, como en el caso de la policitación (C. de Co. 845).
La oferta o propuesta es, entonces, una declaración de voluntad unilateral de carácter recepticio, destinada a ser recibida por otra u otras personas. Su objetivo es la celebración de un determinado contrato respecto del cual el proponente tiene la indeclinable intención de realizar. Según explican Díez Picazo y Guillón, es necesario que aquella:
«contenga todos los elementos necesarios para la existencia del contrato proyectado, y que esté destinada a integrarse en él de tal manera que, en caso de recaer aceptación, el oferente no lleve a cabo ninguna nueva manifestación».
La eficacia jurídica de la propuesta
Está supeditada, según lo tiene definido la jurisprudencia[2], a que satisfaga los siguientes requisitos:
- Ha de ser firme, inequívoca, precisa, completa, acto voluntario del oferente, y estar dirigida al destinatario o destinatarios y llegar a su conocimiento.
- Ello significa, entonces, que para que exista oferta se requiere voluntad firme y decidida para celebrar un contrato.
- Lo que la distingue de los simples tratos preliminares, en los que de ordinario esa voluntad con tales características todavía está ausente. Al propio tiempo, ha de ser tan definida la voluntad de contratar por quien lo hace, de manera tal que no ha de aparecer duda de ninguna índole.
- De que allí se encuentra plasmado un proyecto de contrato revestido de tal seriedad que no pueda menos que tenerse la certeza de que podrá perfeccionarse como contrato.
- Con el lleno de todos los requisitos legales, si ella es aceptada por aquel o aquellos a quienes va dirigida.
La aceptación del ofertado
En virtud de la aceptación que se exprese sin condicionamientos, tanto el oferente como el aceptante quedan vinculados. Si el contrato no es de aquéllos que están sujetos al cumplimiento de alguna solemnidad para su perfeccionamiento, la mera consensualidad permite que surja, de inmediato, a la vida jurídica. Dado que que está destinado a producir, a plenitud, los efectos que le son propios.
¿Cómo debe ser la declaración de aceptación?
La declaración del destinatario o destinatarios de la oferta debe ser de tal entidad que manifieste el asentimiento o conformidad con aquella. Lo que puede tener lugar de forma expresa o tácita. Ocurre lo primero cuando quien aceptó la propuesta se lo hace saber al que la formuló, bien sea por escrito (art. 851 C. Co.) o verbalmente (art. 850 ibídem) dentro del término con el que cuenta para pronunciarse (arts. 850 a 853 C. Co.). En tanto la segunda, también conocida como «indirecta» se deduce de la conducta observada por el destinatario. Por la cual deja entrever su voluntad de celebrar el contrato propuesto (facta concludentia; facta ex quibus voluntas concluid potest).
La aceptación tácita debe inferir la voluntad de aceptación
La aceptación tácita es una conducta que no es por si misma significativa de una declaración de voluntad. A diferencia de lo que sucede con las conductas expresivas. De modo que, de la conducta observada por el destinatario de la oferta contractual, se infiere que debe existir la voluntad de aceptarla. Esta manifestación indirecta de la voluntad de aceptar se realiza a través de unos actos que, por sí mismos, no expresan dicha voluntad que, en ocasiones, son equívocos. Por ello, frecuentemente hay que recurrir a datos extratestuali para poder determinar si existe o no aceptación tácita.
Esta formación implícita de acepar la oferta la que más inconvenientes genera a la hora de establecer si ha tenido lugar la formación del consentimiento en relación con el contrato a que se refiere la oferta. Pues precisamente no tiene origen en una expresión escrita o verbal proveniente del destinatario.
El silencio del ofertado
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El silencio, no siempre tiene los efectos de aquiescencia en una relación contractual. Según Messineo, “el mutismo como conducta de suyo equívoca y como comportamiento observado en una situación en que el sujeto no está obligado a contestar en cualquier sentido al proponente. No puede considerarse, en general, como aceptación”.
El silencio -sostuvo Coviello- no puede ser confundido con el asentimiento tácito. Considerado en sí mismo, no es afirmación ni negación, y por eso no puede considerarse como manifestación de voluntad. La máxima qui tacet consentire videtur (el que calla parece consentir) aparece falsa al confrontarla con la realidad. Contraria a la experiencia de la vida a la cual responde esta otra qui tacet neque negat, neque utique fatetur (quien calla, ni afirma, ni niega)». Sin embargo, no faltan en la ley casos en que se considera el silencio como manifestación de voluntad…».
Concluye el citado autor que «las circunstancias positivas» que acompañan a la actitud silente, «servirán para que se infiera la verdadera voluntad, no el silencio por sí solo» De ahí que salvo los casos expresamente admitidos por la ley «el silencio no equivale a manifestación tácita de la voluntad. En esos mismos casos puede decirse con mayor exactitud, que hay una presunción de voluntad más que una voluntad efectiva».
El querer de uno solo no es el asentimiento de otro
Es indudable que ninguna persona puede lograr que, por su solo querer, la mudez de aquel a quien se dirigió a través de una propuesta tenga la significación de haber consentido en la relación contractual. De ahí que la ley civil haya admitido que la aceptación tácita no adquiere configuración por el silencio. Porque se materializa con «actos que solo hubieran podido ejecutarse en virtud del contrato» (art. 1506 C.C.).
Esos actos deben ser de tal entidad que manifiesten la voluntad o permitan suponerla de un modo inequívoco. Que, por tanto, no admita interpretación distinta a la de tener el propósito de contratar. Sin que quede un espacio para la duda en torno de la adhesión al contenido de la oferta. Porque la aceptación constituye -en sentido propio- una declaración de voluntad negocial que resulta ser la etapa final en el proceso de formación del contrato. Sin ésta, no nace el contrato.
El consentimiento es la piedra angular sobre la que descansa el contrato, de modo que sea expreso o tácito, siempre debe ser cierto y no presunto. Por eso, únicamente puede tener fundamento en hechos reales y positivos que lo demuestren de forma indiscutible. Según la doctrina francesa, «no podrá considerarse que se ha formado el contrato si no hay concordancia entre el objeto de la aceptación y el de la oferta, por la sencilla razón de que la falta de concordancia impide el acuerdo de voluntades. [armelse] [/arm_restrict_content].[arm_setup id=”1″ hide_title=”false” popup=”true” link_type=”button” link_title=”Contenido restringido_REGISTRESE_GRATIS” overlay=”0.6″ modal_bgcolor=”#801680″ popup_height=”auto” popup_width=”800″ link_css=”” link_hover_css=””]
Fuente
*SC054-2015
[1] CSJ SC, 12 Ago. 2002
[2] CSJ SC, 8 Mar. 1995, Rad. 4473